El episodio final del Califato de Córdoba

Hoy es día 6 del mes de Du l-hiyya del año 422 según el calendario musulmán, día 30 del mes de noviembre del año 1031 según el calendario cristiano. Las calles cordobesas están muy revueltas, señal de que el descontento que todos los ciudadanos llevan viviendo desde hace años, hoy ha estallado. El final de este otoño está siendo muy frío, y voy abrigado con una aljuba de piel de color verdoso, estrecha, de manga larga y que me llega hasta las rodillas, abotonada por la parte delantera. Me muevo con agilidad entre la muchedumbre gracias a mis zapatos de punta retorcida. En mayor o menor medida la influencia musulmana en la moda se percibe en todos los presentes. Me encuentro a las puertas del alcázar califal, la imponente fortaleza desde la que, desde hace tres siglos, se gobiernan todos los territorios de Al-Ándalus en poder musulmán. El alboroto de la muchedumbre retumba en mis oídos.

Alcázar en la actualidad

Hasta hace unas décadas el Califato de Córdoba ocupaba gran parte de la península, serpenteando sus fronteras entre los ríos Tajo y Duero en su parte occidental, y abarcando hasta más allá del Ebro en la oriental. Alrededor del año 1009 despertó la fitna, la guerra civil que dividió al estado musulmán en diferentes taifas. Durante veinte años hasta diez califas distintos han reinado en este territorio que hoy vive uno de sus más cruciales episodios. Por derrocamiento subió al trono hace cuatro años el omeya Hisham III, o al-Mu‘tadd, el que confía en Alá; tras la huída del hamudí Yahya I, o al-Mu‘talī, el elevado por Alá. Y por derrocamiento está bajándose de él.

La construcción hace más de cien años de la ciudad brillante, Medina Azahara, a las afueras de la ciudad, bajo el gobierno de Abderramán III, no le ha restado protagonismo a este enorme alcázar. Tras cruzar la muralla paseo entre multitud de edificios hermanados por esta emperifollada arquitectura árabe, entre los que se encuentran los verdaderos protagonistas de estos palacios musulmanes, los inmensos jardines. Habitualmente deslumbrantes gracias a un generoso riego, fruto de concienzudas instalaciones que traen el agua desde la Sierra Mariana, o Morena; ahora los veo destrozados. La multitud cruza los patios arrancando cada detalle que consideran susceptible de ser vendido. Ningún portón queda cerrado, pues se afanan en rebuscar en todos los rincones. Se cuenta que en una de estas casas encerraban hace tiempo a varios leones, que acostumbraban a alimentar con prisioneros, por lo que no seré yo quien se ponga a abrir puertas. El pillaje, una vez más, pues ya han sido varios los cambios de gobierno que han venido acompañados por saqueos, se desata en esta fortaleza.

Hisham III, al estilo de la mayoría de los califas, delegó las funciones gubernamentales en un visir, Hakam ben Said, mientras que él se limitó a disfrutar de los muchos placeres que su puesto le brindaba. El ostentoso brial de seda azulado, adornado con bordados de oro en el cuello y en los puños, me permite identificar al visir. Eso, y que esté corriendo delante de un grupo de hombres armados que van tras él. Lo alcanzan. Y enseguida la rica tela se empapa de sangre cuando ben Said cae apuñalado, desangrándose en mitad de uno de estos patios. Los ulemas han considerado que las medidas que este funcionario ha tomado son contrarias a la ley coránica. Acusado de corrupto por confiscar sin razón los caudales de los comerciantes, y de traidor por financiar los movimientos de los bereberes, enemistados con los árabes cordobeses, el pueblo ha decidido tomarse la justicia por su mano.

Retrato de Hisham III

La vida de Hisham ha sido respetada, así como la de su numerosa familia. Tras una breve oración en el cementerio real, el depuesto califa se dirige lentamente hacia la calle. El que hasta hace unas horas ocupaba la más privilegiada posición de toda Córdoba, avanza ahora entre todos los que por aquí corren de un lado a otro en busca de oro y joyas, ignorado. Gritos de victoria suenan a mi espalda cuando varios ciudadanos descubren los majestuosos baños califales, sin duda colmados de lujos. Pero Hisham sale a la calle y a él se unen sus varias mujeres y sus muchos hijos. Él se acerca a una de ellas y alivia su cansancio y su miedo tomando en brazos a una niña de no más de dos años. Dos soldados, sin duda obedeciendo las órdenes de los jeques que se han alzado como cabecillas de la revolución, vigilan sus movimientos.

Si el mar estuviera más cerca, no me importaría que me arrojaseis a sus aguas –declara el último califa omeya–. Pero os pido piedad para que perdonéis la vida de mi familia.

Hisham es un hombre bajo, pero su rostro delata una gran templanza. Destacan sus rasgos por no ser ni mucho menos similares a los de la mayoría de los árabes. De avanzada edad, posee una melena lisa, en nada parecida a los comunes cabellos rizados; y su piel es muy blanca, en contra del aceitunado tono habitual. Avanzo tras la triste comitiva a la que los soldados se limitan a observar. El río Guadalquivir queda a nuestra derecha y enseguida, cuando alcanzamos el puente romano, aparece la hermosa mezquita. Se dice por aquí que la aljama acostumbra a estar tan iluminada que caminar entre sus arcos de herradura, bajo ese mar de dovelas rojas y blancas, no ofrece diferencia alguna entre la noche y el día. Sin embargo no la veo así ahora. Hisham y su familia acceden al enorme complejo y, recibiéndoles, varios soldados, lejos de ofrecerles hospitalidad, dan muestras inmediatamente de su misión de custodiarles. Todos son conducidos a una de las muchas dependencias de la mezquita. Los impresionantes detalles que decoran toda superficie que queda a la vista, tallados en pasta vítrea, causan cierta hipnosis. Sin embargo, el cuarto en el que Hisham y su familia son confinados no es más que una sala fría y oscura. Antes de que los soldados cierren del todo la puerta, la pequeña, asustada, rompe a llorar.

Esperad, por favor –ruega el último califa–. Si pudiera pediros, tan solo, un pedazo de pan. Mi hija tiene hambre.

Los soldados no responden. Hasta hace unas horas obedecían las órdenes de quien ahora les pide misericordia.

Y os ruego que nos dejéis una pequeña lámpara –añade Hisham III–. Le da miedo la oscuridad.

Los soldados asienten con su cabeza. Después, cierran la puerta.

Mezquita en la actualidad

En esta web puede leerse la traducción de la crónica del escritor árabe del siglo XIII, Ibn 'Idārī.

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