Doy
un respingo cuando el estridente sonido de las campanas me sorprende
mientras contemplo el baptisterio. Anuncian el oficio de vísperas,
que coincide con el atardecer, como evidencia la ya tenue luz cobriza
que penetra por las ventanas. Camino junto al coro zigzagueando entre
las altas columnas mientras multitud de fieles se acomodan para
escuchar la misa. Yo decido quedarme cerca de la cripta del oeste,
diseñada en tiempos de Anselmo de Aosta, desde donde tengo una
privilegiada vista del magnífico presbiterio de esta catedral de
Canterbury.
Martirio de Tomás frente al altar en la catedral de Canterbury. Siglo XII |
El martirio de Tomás. Siglo XV. Biblioteca Nacional de Londres |
Me
encuentro aquí, en este 29 de diciembre del año 1174, dispuesto a
encontrar al religioso Tomás Becket. El arzobispo, antaño gran
amigo del rey Enrique II de Inglaterra e incluso mentor de su hijo,
hoy es su principal enemigo. Como buen rey normando, Enrique siempre
ha pretendido ostentar un poder absoluto que incluyese el control de
la Iglesia. Sin embargo, desde que Becket recibiese el palio de manos
del papa Alejandro III, el enfrentamiento entre ambos ha ido en
aumento. Varias han sido las asambleas convocadas por el monarca, y
varios los concilios organizados por el clérigo; pero por más que
se han propuesto acuerdos, el entendimiento no ha llegado. Hace diez
años, el rey acusó a Tomás de oposición a la autoridad real y
ordenó que se presentara ante el gran consejo de la ciudad de
Northampton para ser juzgado. El arzobispo, defendiendo su postura a
favor de que los miembros de la Iglesia solo respondiesen ante el
Papa y no ante los tribunales civiles, se marchó exiliado a Francia.
Durante dos años, Becket permaneció en la abadía cisterciense de
Pontigny bajo la protección del rey francés Luis VII. Para devolver
el golpe recibido tuvo que esperar hasta el año 1170, cuando Enrique
de Inglaterra tuvo que apaciguar su tensa relación con el papa
Alejandro aceptando que su odiado opositor pudiera regresar a
Inglaterra para continuar con su ministerio. Desde entonces, el
monarca y el arzobispo se han visto envueltos en graves conflictos a
causa de los poderes por los que ambos pugnan.
Antes
de que la liturgia haya comenzado, un alboroto sorprende a todos los
presentes. Me giro mirando hacia la izquierda. El tumulto se está
produciendo en el atrio de la catedral, hacia donde me dirijo
apartando a los muchos curiosos que también se acercan a ver qué
pasa. Cuando alcanzo las puertas veo a cuatro jinetes a lomos de
enormes caballos. Están completamente equipados y sus armaduras
relucen con los últimos rayos del sol que baña el claustro. Recorro
las galerías arcadas del pórtico hasta encontrar un hueco que me
permite ver lo que ocurre. Los caballeros rodean a un pobre hombre
que se cubre el rostro con las manos, asustado ante los bufidos de
tan imponentes animales. Se trata de Tomás Becket. Cuatro silbidos
rompen el silencio que ahora domina los aledaños de la catedral
cuando los soldados desenvainan sus estrechas espadas largas de doble
filo. De sus sillas de arzón cuelgan sus altos escudos de cometa,
que sin duda hoy no van a necesitar, pues su enemigo permanece
indefenso en mitad del cerco al que le están sometiendo.
-Tú
eres el maldito cura que tiene a nuestro rey hasta los cojones
-sentencia Ricardo de Brito apuntando con su acero al arzobispo a
escasos centímetros de su cuello.
-Hoy
vas a morir -desafía Reginald Fitzurse, quien parece liderar al
grupo, permaneciendo erguido sobre su montura y mostrando una mueca
despectiva enmarcada en la cota de malla que cubre su pescuezo, quizá
más destinado a proteger del frío que de una más que improbable
estocada-. No vamos a consentir que se nos considere unos inútiles.
Guillermo
de Tracy es el primero que desmonta, soltando con calma las riendas
de su caballo mientras se acerca a Becket. Sonríe amenazante bajo su
caro yelmo cilíndrico provisto de protección nasal, repasando
mentalmente el plan que, junto a sus compañeros, lleva varios días
urdiendo en el castillo de Saltwood de Kent. Con la zurda desabrocha
las correas de cuero que sujetan su casco bajo su mentón,
arrojándolo después a un lado, mientras empuña firmemente su arma
con la diestra. El cuarto de los caballeros, Hugo de Moreville, salta
de su corcel. Las anillas de su armadura tintinean mientras se acerca
por detrás al religioso, que espera sosegado un final inevitable.
Hugo de Moreville da una fuerte patada al clérigo, adivinando la
situación de su rodilla bajo la amplia túnica para provocar que
caiga hacia adelante teniendo que echar las manos al suelo.
-Uno
de los más molestos problemas del rey, va a ser solucionado ahora
mismo -anuncia Ricardo de Brito-. A golpe de espada.
Varios
monjes se acercan pidiendo clemencia, pero la espada de Guillermo de
Tracy, alzada en su dirección, les basta para saber que si se
entrometen, correrán la misma suerte que el arzobispo. Finalmente,
Reginald Fitzurse eleva su acero y lo descarga con fuerza sobre el
cráneo de Tomás Becket.
-¡Por
el rey Enrique!
Inmediatamente,
Guillermo de Tracy y Hugo de Moreville cosen a estocadas el cuerpo
del religioso, haciéndose a un lado después para que, por último,
Ricardo de Brito se acerque al cadáver dispuesto a separar la cabeza
de los hombros con tal violencia que su espada queda totalmente
destrozada.
Claustro de la catedral de Canterbury en la actualidad |
En Soria se encuentra un bello templo, la iglesia de San Nicolás, tristemente en ruinas, en cuyas pinturas murales puede verse la representación de este asesinato.
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