El viento que sopla en estos momentos centrales del día es tan caliente que cada henchimiento resulta vano, pues el aire parece carente de oxígeno. A un lado veo lomas verdosas de curvos contornos, y al otro, pequeños montes que apenas ofrecen sombra. Detrás de mí, el campamento godo. Y delante, aún lejanas, las filas de soldados romanos. Una amplia explanada amarillenta se abre entre los dos ejércitos, sin más tapete que el que forma la seca mezcla de tierra y paja. Solo tres figuras cruzan este espacio que, a juzgar por lo poco que han tardado en regresar, pronto se convertirá en un campo de batalla. Son dos de nuestros soldados, ambos a caballo, ataviados de casi idéntica manera. Sobre sus holgadas túnicas se cubren con lorigas que ni mucho menos se han molestado en abrillantar. Bajo sus celadas dejan ver largas melenas castañas que apenas se mecen con la cálida brisa. Escoltan, situados a ambos lados del mismo, al tercer personaje, que no es un guerrero, sino un sacerdote, del que distingo su estola blanca colgando sobre sus hombros, provista de varias cruces azules. Cuando alcanzan nuestra posición, el clérigo arriano se inclina ante nuestro caudillo y le comunica con una lenta voz baja que apenas sale de entre su larga barba canosa, que los enemigos rechazan parlamentar. Poco le sorprende esto a Fritigerno, quien no buscaba con este movimiento otra cosa que ganar tiempo. Cuando se vuelve levemente hacia la vanguardia de nuestro ejército, sonríe al comprobar que los jinetes ya han llegado a sus puestos. Yo, nervioso, me dedico a remover con mis pedules el polvo que piso, pensando lo sobrecogedor que debe resultar observar toda esta arena empapada de sangre.
Ilustración de la batalla de Adrianópolis |
Hace tres años, casi la totalidad de los miembros de nuestro pueblo tuvimos que cruzar las aguas del ancho río Danubio, buscando refugio en tierras del sur ante la devastadora amenaza de los hunos. Solicitamos asilo a Roma, y cuando su respuesta fue afirmativa, todos pensamos que nuestros problemas se habían resuelto. Hoy es día 9 de agosto del año 378, y vamos a enfrentarnos en lo que promete convertirse en una auténtica masacre a aquellos que nos acogieron como refugiados. Sin embargo, esta contienda que va a librarse en estas llanuras situadas al noroeste de la ciudad de Adrianópolis, no está motivada por la ambición del pueblo godo, sino por la rebelión causada tras estos años de abusos. A cambio de un territorio en el que poder asentarnos, los romanos no tardaron en exigirnos desorbitados impuestos, aprovechándose de nosotros mediante corruptelas de todo tipo. Nuestro pueblo comenzó a sufrir terribles hambrunas que obligaban a los más jóvenes a alistarse en las legiones de Roma para no morir desnutridos. Así, el año pasado se produjo un levantamiento que de momento no nos ha ido nada mal.
El primer enfrentamiento tiene lugar cuando varias unidades auxiliares de Roma deciden atacarnos, apoyadas por la caballería de su flanco izquierdo. Su movimiento es sin duda precipitado, teniendo en cuenta que sus filas de infantería aún se encuentran organizándose. A mi lado, un soldado godo estampa su francisca en la cabeza de un legionario que cae convulsionando de rodillas. Ríe con petulancia al comprobar cómo el primer paso de los romanos ha sido un fracaso. Yo me limito a detener las estocadas con mi scramasax, el mismo cuchillo con el que esta mañana despedacé un trozo de carne que, según me dijeron, bien podría ser de perro, pues es lo único que los sinvergüenzas de los funcionarios nos quieren vender. Pero momentos después, las filas enemigas consiguen avanzar poco a poco, haciéndonos retroceder. Consiguen llevarnos muy cerca de la muralla de carromatos que hemos levantado para proteger a ancianos, mujeres y niños. Sin embargo, bajo las órdenes de Fritigerno, que con gran habilidad sabe identificar los puntos débiles de los aislados ataques romanos, los venablos godos comienzan a ser arrojados por encima de nuestras cabezas, causando numerosas bajas a los suyos.
Ilustración de la batalla de Adrianópolis |
Algunos soldados ya huyen, saltando por encima de las pilas de cadáveres que comienzan a amontonarse sobre la tierra. Varios legionarios combaten con valor, sabiendo que de esta no salen, pues el desenlace ya parece definirse a favor de los bárbaros. Acorralado en un mar de guerreros, he de apresurarme para colocar ante mí el escudo redondo que por fortuna llevo, bloqueando la lanzada de un desesperado équite poco acostumbrado a luchar a pie. Tal es el impacto que tropiezo con el cuerpo de un pobre alano decapitado, cayendo sobre un charco de sangre que salpica mi cara obligándome a escupir. Habiendo soltado mi armamento, consigo sin embargo tantear el suelo a mi lado llegando a tocar una jabalina. Cuando consigo darme la vuelta sobre ese barro de apestoso olor férreo, veo cómo el soldado cae sobre mí con un hacha clavada en la espalda.
Cuando bien puedo incorporarme, observo cómo los nuestros aniquilan a los desorganizados romanos. Varios arqueros hablan a gritos en su brusco idioma gótico, gesticulando, señalando hacia un grupo de soldados romanos entre los que logro distinguir, debido a su suntuoso uniforme blanco, al mismísimo Valente, emperador de Oriente. Enseguida los godos elevan sus arcos, tensan las cuerdas y apuntan hacia ese suculento objetivo. Mientras, yo limpio mi rostro con la manga de mi túnica, viendo cómo los dracos, esos estandartes zoomorfos cuyos cuerpos se hinchan con el viento cuando son elevados, ya solo ondean entre nuestras filas, siendo pisoteados entre las suyas.
Ilustración de la batalla de Adrianópolis |
Aquí puede verse una curiosa animación en 3D que simula la batalla.
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