Las
aguas del Egeo relucen de tal manera cuando el sol se oculta, que
casi resulta imposible fijar la mirada en el horizonte en este bello
atardecer. En esta calurosa noche de verano, dos nombres pasarán a
la Historia. Uno de ellos será clamado con orgullo, mientras el otro
no será pronunciado sino con desprecio. Hoy, 21 de julio del año
356 antes de Cristo, dos hombres serán introducidos en las
inmortales crónicas que narrarán la Historia del mundo. Quizá
ambos comparten el objetivo de ser recordados para siempre. Pero uno
de ellos figurará en epopeyas que cantarán apasionantes logros casi
imposibles para un hombre, mientras que el otro solo será
protagonista de vestigios que cuestionarán la inteligencia del ser
humano. Esta noche, al otro lado del mar, en la ciudad macedonia de
Pela, ha nacido el hijo del rey Filipo II, Alejandro III, quien será
Alejandro Magno. Su nombre será símbolo de gloria. Aquí, donde me
encuentro, en Éfeso, ciudad jónica hoy bajo el dominio aqueménida
del Imperio Persa, un tal Eróstrato creo que se llama, ha prendido
fuego a la que será considerada una de las siete maravillas. Su
nombre será sinónimo de locura.
Ilustración del templo de Artemisa |
A
los pies del cerro de Ayasoluk se alza un edificio cuyo delicado
mármol brilla con tal magnificencia que parece divino. Y tal vez lo
sea, pues se trata del hogar de la diosa que le da nombre. Me dicen
que la construcción del templo de Artemisa llevó más de ciento
veinte años. Fue al rey lidio Creso, hace unos doscientos años, a
quien se le ocurrió levantar este monumental edificio, quizá porque
a él, el hombre más poderoso de su época, ya todas las opulencias
se le quedaban pequeñas. En la ya sacra ubicación en la que se
alzaba un austero templo dedicado a Cibeles, el arquitecto cretense
Quersifrón inició el ambicioso proyecto. A medida que la noche se
echa encima, la penumbra se apodera de la ciudad. Se trata de una
noche extrañamente oscura. No encuentro la luna en el cielo a pesar
de que está despejado. Cuando llego al templo, el blanco mármol,
como si su piedra tuviese la capacidad de almacenar la luz que ha
recibido durante el día, ilumina el lugar permitiéndome admirar los
bajorrelieves que decoran los frisos. Acaricio las historias que
cuentan mientras elevo la cabeza poco a poco, llevando mi mirada a
través de las columnas de sesenta pies hasta alcanzar el techo, que
se eleva dándole al edificio más de veinte metros de altura. Camino
sobrecogido hacia el baldaquino y, saliendo de mi trance, me doy
cuenta de que ya no queda casi nadie aquí dentro. Algunos guardias
pasean por la cella, charlando entre ellos, y poco más. Pero,
zigzagueando entre las columnas descubro a un tipo de lo más
extraño. Al percatarse de que le he visto parece ponerse muy
nervioso, rascándose su despeinado cabello enmarañado, mirando a
uno y otro lado, parpadeando repetidas veces, sudando... Tal es su
ansiedad que casi tropieza con las antas al alejarse, mirándome con
una sonrisa de lo más excéntrica. Vaya trastornado, pienso.
-Hay
sueño, ¿eh? El turno de noche es una mierda -protesta uno de los
guardias.
-Ya
te digo, macho -responde el compañero tras finalizar un sonoro
bostezo-. Si es que llevo varias noches sin pegar ojo. No hay quien
duerma con este calor.
-Me
iba yo al Bósforo ahora tranquilamente -bromea el otro.
Estatua de Artemisa del anfiteatro de Leptis Magna |
Poco
a poco el silencio se apodera de este lugar. A la luz de las lámparas
de aceite de nardo el templo es, si cabe, más imponente. Pero las
tranquilas sombras que titilaban sobre los artesonados de repente
empiezan a describir violentas sacudidas. No pasa mucho tiempo hasta
que un agradable aroma se extiende por la cella. Sin embargo, cuando
aprecio el casi asfixiante olor de los perfumes interpreto que la
causa es devastadora. Pronto me veo obligado a taparme la nariz y la
boca con la pechera de mi túnica corta de lana blanca sin mangas. El
humo me hace pensar que un incendio ha sido provocado junto al altar.
Las voces que a continuación escucho, me lo confirman. Me salgo al
pronaos, donde al menos puedo respirar, y contemplo entre tosidos
cómo los soldados se organizan para sofocar el fuego. Pero nada
pueden hacer, sino apresar a un tipo que curiosamente no opone
resistencia alguna. Habiendo prendido fuego a las cortinas del
baldaquino, ha conseguido que las llamas se extiendan rápidamente
devorando la madera y destrozando los metales. Cuando lo arrastran
casi despeñándolo a patadas por las escaleras del basamento, el
tipo, aquel muchacho que descubrí anteriormente, no deja de
proclamar oraciones a la diosa cuya estatua arde dentro. Los
numerosos pechos de Artemisa, tallados en madera de vid, se
convierten en ceniza mientras el oro que la vestía cae sobre el
altar.
Los
golpes que ya recibe, fruto de la ira de los efesios ante la
impotencia de ver que su maravilla se destruye, en nada se compararán
al sufrimiento al que será sometido durante las torturas que
intenten arrancarle la razón por la que ha cometido tal crimen.
Eróstrato, ese pobre pastor que ahora escupe sangre sobre la arena,
rodeado por todos los que aquí estamos, confesará algo que, por
perturbador, nunca podrá ser olvidado. El rey Artajerjes III llegará
a penar con la muerte a todo aquel que ose pronunciar el nombre de
este muchacho. Pretenderá que el recuerdo de este lunático muera
con él cuando lo ejecute. Pero no lo logrará, pues la Historia, aun
repleta de nombres que lograron su inmortalidad por medio de grandes
gestas, también estará interesada en conocer este suceso,
protagonizado por un loco que prendió fuego al templo de Artemisa
con el único objetivo, cumplido con creces, de ser por siempre
recordado.
Ruinas del templo de Artemisa en la actualidad |
En esta página se encuentra publicado un bonito cuento, firmado por el escritor del siglo XIX Marcel Schwob, que narra este suceso.
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