El
griterío de la plebe es atronador. Más de cuarenta mil gargantas
rugen, sedientas de espectáculo. Tal tormenta de voces llega a mí
en forma de terrorífico murmullo. En este laberinto de galerías que
constituyen el hipogeo del Anphitheatrum Flavium, el alboroto de las
gradas hace que nuestro techo, su suelo, retumbe como si un poderoso
terremoto sacudiera Roma. Cierro mis ojos y trago saliva. Mis piernas
tiemblan y por momentos pienso que mis rodillas van a doblarse y voy
a caer al suelo, incapaz de soportar el peso de mi equipo protector,
debido al pánico que ahora mismo recorre mi cuerpo. Soy el sexto de
una fila de diez. A mi lado, otros diez. Veinte somos los esclavos
que formamos esta procesión cuyo destino puede ser la gloria, o la
muerte. Al final de este estrecho corredor que asciende desde las
profundidades de las mazmorras, a través de la reja de un portón
penetra la luz de este día soleado, proyectando sobre nuestros
rostros la sombra de los barrotes que nos recuerda nuestra condición
de siervos, a pesar de que el pueblo nos aclama como a dioses. Una
voz intenta con gran dificultad pedir calma para pronunciar su
discurso. Casi medio centenar de miles de excitados espectadores por
fin respetan la intervención, dejando al Coliseo en pleno silencio.
Apenas escucho desde aquí lo que la voz exclama. Sólo alcanzo a
distinguir la presentación final que despierta de nuevo la
ensordecedora vocinglería que congela nuestros músculos.
-¡Aquí
tenéis a los gladiadores!
Lucha entre gladiadores. Spartacus |
Mi
decisión a la hora de equiparme fue bastante clara. Me fui a por el
escudo más grande que pillé. De esta manera, puede decirse que soy
un gladiador de estilo murmillo, o mirmillón, en
definitiva, de los que se caracterizan por usar un yelmo con una
peculiar forma de pez, mormyr. Se trata de un casco completo,
que cubre todo el rostro con una máscara que se abre, con amplios
bordes y con un alto refuerzo sobre el que, en mi caso, lleva un
penacho de color rojo, lo que le otorga esa morfología similar a la
cola de un pescado. Mi brazo derecho lo llevo protegido por un brazal
de bronce que me cubre desde el hombro hasta la mano, y que en el
caso de los gladiadores recibe el nombre de manica. Entre esto
y el gladius que empuño con la diestra, noto que me encuentro
desequilibrado hacia ese lado. El escudo que protege mi parte
izquierda es como los que usan las legiones romanas. De más de un
metro de alto, rectangular y curvado, espero que valga para cumplir
mi objetivo de pasarme todo el combate agazapado tras él. Por
último, mi pierna derecha está cubierta por una greba acolchada. Mi
único atuendo es una túnica corta sujeta con un ancho cinturón de
cuero, llamada pollera, y que me imagino que debe su nombre
precisamente a que cubre la p...
-¡Adelante!
Los
cuatro soldados romanos que nos custodian nos hacen señales para que
les sigamos. El portón se abre y la luz del sol nos recibe, así
como el alboroto de las gradas. Cuando por fin salto a la arena, las
cuarenta mil voces aclamándonos me paralizan. Ante mí, un óvalo de
más de setenta metros de largo se extiende, cubierto de una arena
ahora, de momento, limpia. Elevo mi mirada y doy vueltas sobre mí
mismo admirando esa maravilla de construcción circular de casi
sesenta metros de altura. La más impresionante obra de arquitectura
romana me rodea ahora mismo, y yo soy uno de sus protagonistas en
este instante. Empanado, no me doy cuenta de que entorpezco la salida
de los que suben detrás, y el gladiador que me sigue choca conmigo.
Joder, tenía que ser un reciario. Sin querer me espeta el tridente
en el culo y pego un brinco que hace que olvide todos mis temores.
Empezamos bien la búsqueda de la gloria.
Ilustración de combate en el Coliseo |
Tras
varios saludos a la entregada plebe, formamos ante el balcón en el
que se encuentra el emperador, Honorio, muy cerca de la arena, en una
privilegiada posición. A su lado se encuentra la que supongo que
será María, su esposa, hija del afamado general Estilicón, que
tanta caña le está dando a Alarico I en estos últimos dos años.
Mi mirada se fija en el semblante del emperador. Algo me dice que no
está ni mucho menos cómodo al presidir este violento acto que va a
dar comienzo. Comenzando por los más veteranos, y por ello más
expertos, vamos tomando posiciones. Me alejo de esos que sé que
luchan por puro amor al arte, siendo sus nombres los más coreados,
pues son sin duda los más peligrosos. Retrocedo poco a poco cuando
el combate comienza, y casi he de soltar mi armamento para llevarme
las manos a los oídos ante la locura de voces desatada en las
gradas. Mis pies desnudos pisan la templada arena calentada por el
sol. Los sonidos metálicos de los choques de armas empiezan a
rodearme, a medida que por puro azar van estableciéndose las parejas
de baile para esta danza sangrienta. Miro constantemente a ambos
lados, intentando pasar desapercibido. A unos metros ante mí, otro
de los gladiadores hace lo mismo, con la diferencia de que él lo
hace con la intención de escoger a su oponente. Se trata de un
luchador provisto de una coraza acolchada que le cubre torso, brazos
y muslos. Posee un casco completo que le otorga una apariencia
temible. Se trata de un yelmo dorado que envuelve toda su cabeza sin
más detalles que dos pequeños orificios redondos para poder ver, y
un refuerzo a modo de cresta. Dirige su cara de hojalata hacia mí y
enseguida decide que soy el adversario perfecto para probar el acero
de cualquiera de sus dos armas: su gladius o su tijera romana,
consistente en un tubo que cubre su antebrazo, el cual sujeta por un
asa interior, y que finaliza en una hoja en forma de media luna tan
cortante que no me interesa
siquiera rozarla. Se trata de un gladiador de tipo scissor.
Se
dirige hacia mí corriendo con la agilidad que le permite el no
llevar escudo, y cuando me quiero dar cuenta me veo corriendo a su
vez. Supondría una épica escena el hecho de que yo también
corriera hacia él, desafiándonos con viriles gritos, pero lo cierto
es que la dirección de mi carrera era precisamente la de la huida, y
mi grito más bien infantil. Por todos los dioses, soy un gladiador.
Me armo de valor y me doy la vuelta, dispuesto a enfrentarme a ese
luchador, con la afortunada casualidad de que él ni mucho menos se
lo esperaba, y, estando casi alcanzándome, se estampa contra mi
escudo y cae de espaldas. La gente me vitorea. Los dioses me sonríen.
De repente, mi atención se fija en un punto en las gradas. Pronto
todos los gladiadores se percatan y poco a poco todos los combates se
interrumpen ante el bullicio que comienza a montarse en la parte más
baja de una de las zonas de las tribunas. Distingo a un grupo de
personas, no sabría decir cuántas, siendo linchadas por todos los
demás asistentes. La peor parte parece llevársela un anciano, quien
tiene pinta de liderar lo que creo que es un intento de boicot de
este espectáculo. Ahora caigo. Son tiempos muy convulsos estos, en
lo que a combates de gladiadores se refiere. Muchos han sido los
intentos, y cada vez son más, de prohibir estos juegos. Esa gente
que ahora está siendo golpeada con tanta violencia como lo que se
supone que hoy en esta arena se produciría, deben ser partidarios,
cristianos quizás, de que todo este asunto de las luchas a muerte
vea su fin. Tal es el revuelo que nuestro combate se suspende. Antes
de abandonar el corazón del Coliseo hacia sus arterias, dirijo mi
mirada hacia el emperador Honorio. Algo me dice que en su interior
está de acuerdo con ese activista anciano que, por desgracia, creo
que va a terminar viendo su muerte en este maravilloso anfiteatro,
sin ningún tipo de gloria. Algo me dice que hoy, 1 de enero del año 404, puede ser el día en el que por última vez se celebre un combate de gladiadores.
Busto del emperador Honorio |
La fecha de este acontecimiento se tiene más o menos clara, pero las leyendas han salpicado los hechos. Por ejemplo, se dice que este último combate fue interrumpido por un monje asiático llamado Almaquio, San Telémaco, quien murió linchado por la plebe por su intromisión, y que provocó la abolición definitiva de los combates poco tiempo después, tras ser declarado como mártir por el emperador Honorio.
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