No
entiendo cómo se puede luchar con estos ridículos e incómodos
zapatos de escandalosas hebillas. Aunque bien es verdad que aquí los
yeomen, o guardianes de la torre, poco tenemos que hacer a
parte de vigilar prisioneros. Hoy es 28 de julio de 1540 y me
encuentro en el interior de la Torre de Londres, infiltrado entre los
aproximadamente cien beefeater que calculo que hay ahora mismo
constituyendo la guardia de esta fortaleza que mira el río Támesis
desde su orilla del norte, en el centro de Londres, Inglaterra. Mi
uniforme, en plena evolución, me consta, se compone en estos tiempos
del presumido Enrique VIII de una túnica corta de amplias mangas de
color granate con el emblema de la casa de los Tudor plasmado en
mitad del pecho en bordado dorado, y que cae hasta la mitad del muslo
en forma de falda plegada. Bajo unos pantalones traseros anchos de
color escarlata que me llegan a la rodilla, visto unas mallas en
verde oscuro. Me he encasquetado un gorro ancho también granate y ahora
mismo me apoyo en mi alabarda, ornamentada cuidadosamente con
grabados de símbolos reales en su brillante hoja. Pocas cabezas ha
rebanado este hacha, me da a mí.
Beefeater |
Thomas
Cromwell llevaba bastante tiempo ganándose enemigos. En 1534 el rey
le otorgó autoridad para gestionar la llamada disolución de los
monasterios. Él se encargaba de visitar las abadías y conventos del
reino comunicando a los monjes los cambios que debían experimentar
para adaptarse a los nuevos cánones mediante los cuales la
supervisión eclesiástica dejaba de ser cosa del Papa de Roma y
pasaba al propio rey inglés. Además, las propiedades de la Iglesia
Católica pasaban a pertenecer al monarca, y, alguna que otra vez, a
sus propios dominios, con dos cojones. Esto creó envidias y furias.
Han sido sus estrategias para favorecer las reformas de la Iglesia
las que realmente le han llevado a terminar acusado de traición,
puesto que el último de sus planes ha sido el que sus enemigos han
aprovechado para denunciarle.
Sigo
a estos tipos por la fortaleza y en principio creo que nos estamos
metiendo en los salones de la Torre Wakefield, a la espera de
órdenes. El gordo ese que lleva un collar dorado que debe pesar tres
kilos con piedras preciosas incrustadas tiene que ser Enrique VIII.
Parece hablar con algunos de sus cortesanos.
-Es
que no me jodas, macho, tú mira -dice mostrando un cuadro apoyado en
su trono, de algo más de medio metro de alto, en el que aparece una
joven dama retratada con sus manos entrelazadas sobre su regazo-. En
el cuadro está buena, hostias. Tú ves esta pintura y piensas que
está tremenda, coño, ¿o no?
-Sin
duda, señor -responde uno de los presentes, haciendo una reverencia
tímida-. El cuadro no es... fiel a la realidad, majestad.
-Holbein,
ese puto alemán no tiene ni idea de pintar o yo qué sé, pero el
cabrón me la metió doblada con este lienzo -dice Enrique golpeando
con sus dedos la pintura, recostado en su sillón en plan
dominguero-. ¿Y ese traidor de Cromwell está ciego o es que tiene
el gusto en el maldito ojete?
Ana de Cleves. Hans Holbein el Joven. 1539 |
-¡Es
que es fea, pero fea de cojones!
Enrique
VIII sigue lamentándose, a pesar de que Ana ya no es su esposa desde
hace unos días, cuando anuló el matrimonio repudiándola de la
manera que consideró menos injusta y cruel para la joven alemana. No
he podido llegar a ver a la que ha sido reina durante unos meses,
pues abandonó la corte en junio, pero no creo que sea para tanto. En
cualquier caso, el gordo este tampoco está para pedir mucho.
Finalmente,
nos dirigimos al cadalso de uno de los patios, donde ataviado con una
amarillenta camisa desgastada veo al otrora poderoso estadista Thomas
Cromwell. La pena de traición se paga con la muerte, y el político
ya es obligado a postrarse de rodillas y a agacharse colocando su
cabeza en el apoyo de madera. Un saco de paja desparramada espera la
cabeza.
-Moriré
en la fe tradicional -declara el reo a los pocos que le escuchamos,
pues se trata de una ejecución privada.
Con
paso renqueante, un verdugo con pinta de tener pocas luces a pesar de
que lleva su rostro oculto tras una capucha, sube al patíbulo.
Dirijo mi mirada al rey Enrique y noto en él una pícara sonrisa.
Creo que no ha encontrado a otro verdugo más patán en todo el reino
para llevar a cabo esta decapitación. El encapuchado eleva su hacha
a lo alto y se asegura de asir correctamente el mango con manos
temblorosas. Con una estocada propia de una anciana hace un primer
intento que ni mucho menos logra el cercenamiento completo. Algunos
de los presentes tapan sus ojos, unos no queriendo ver el grotesco e
inútil procedimiento del inexperto verdugo, y otros sencillamente
por vergüenza ajena al ver al operario llevar a cabo su tarea con
tal ineptitud.
Ahora Enrique ríe, pero no pasarán muchos días antes de que confiese que lo que está sucediendo hoy aquí es uno de los errores más graves que cometerá.
Ahora Enrique ríe, pero no pasarán muchos días antes de que confiese que lo que está sucediendo hoy aquí es uno de los errores más graves que cometerá.
Wolf Hall es una serie que nos presenta las curiosas aventuras y desventuras de Enrique VIII desde el punto de vista de Thomas Cromwell.
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