He
estado hablando con varios ciudadanos que me he encontrado por las
calles de Londres, y la verdad es que hay opiniones para todo. Unos
creen que está a punto de cometerse una injusticia, otros piensan,
por el contrario, que la pena de muerte es lo recto para los delitos
por los que está acusada. Se habla de incesto, adulterio, alta
traición. Hay quien sólo ve demencia en la cabeza del rey Enrique
VIII. Y por otro lado, están los que me aseguran que todo tiene que
ver con movimientos políticos, quizá enfocados a tratos con España.
Sea como fuere, hoy es día 19 de mayo de 1536, y Ana Bolena, reina
consorte de Inglaterra, será ejecutada aquí, en Londres. Camino
junto a la orilla del río Támesis, quedando a mi izquierda la
fortaleza de la Torre de Londres, lugar en el que Ana Bolena se
encuentra presa desde el día 2 de este mismo mes de mayo, cuando fue
prendida por las fuerzas del rey en mitad de una tranquila mañana.
Hace un apacible día, perfecto para pasear, además, pues este
calzado que llevo, unos zapatos de piel con suela de corcho, me
resultan de lo más cómodos. Llevo unas calzas cortas, marrones,
adornadas con unas cintas de seda negras, atadas con un nudo al
lateral, y me cubro de la fresca brisa del Támesis con un jubón,
también marrón. Poco a poco me acerco a la Torre de Santo Tomás,
una de las torres de la fortaleza, cuyas ventanas dan directamente al
río, habiéndose destinado dicha torre a los aposentos aprovechando
las buenas vistas. Preciosa construcción. El castillo, ampliado en
numerosas ocasiones, nació cuando Guillermo el Conquistador levantó
la Torre Blanca, allá por el 1078. Lamentablemente, con el paso de
los años esta fortaleza se ha convertido en prisión, siendo ese
casi su único cometido. Y hoy, su prisionera es la misma reina. Que
dice el rey que Ana le ha puesto los cuernos. Pero vamos a ver,
Enrique. ¿Tú sabes cuántas veces vas a casarte? La propia Bolena
ha sido tu amante, antes que tu esposa. Y ahora mismo, probablemente,
te encontrarás en los brazos de esa Juana Seymour, que igualmente,
siendo tu amante, desea convertirse en tu esposa más pronto que
tarde.
-¡Cuidado,
necio! -grita un hombre, que va como loco por el camino montado en un
carro tirado por dos caballos.
Me
aparto a un lado para evitar que me lleve por delante, y él con el
encontronazo casi se pone a dos ruedas. Se le cae del carro una
pequeña caja de madera llena de huevos de perdiz, y todos se rompen.
El tío ni se para. Supongo que se trata de algún pedido que se
dirige a las cocinas reales. Ana aún mantiene la cabeza sobre los
hombros y esa Juana ya se cree reina, pienso para mí al ver los
huevos de perdiz rotos en el suelo. Paso junto a un mercado y escucho
a varias mujeres que enumeran los supuestos amantes de Ana Bolena,
entre discusiones sobre qué lechugas están más verdes. Mark
Smeaton, un músico que al parecer le tocaba a la reina algo más que
el violín. Le he escuchado alguna vez, pero no me gusta. Se ha
vuelto muy comercial. Henry Norris y Francis Weston, dos cortesanos.
William Brereton, un mozo de la cámara del rey. Y por último, su
propio hermano George, que claro, éste además de cabrón sería
acusado por incesto. En fin, el caso es que todos han visto el mismo
final, pues todos han sido ejecutados hace dos días. Es curioso que
todos defendieron su inocencia, así como la de la reina. Todos menos
el músico. Él confesó. Pero cabe señalar que curiosamente él fue
el único torturado. En fin, qué esperar de Thomas Cromwell, que
posiblemente se haya cargado al joven Brereton por razones
personales.
Finalmente
llego a la plaza de la Torre de Londres. Me fijo en dos jóvenes que
están haciendo unas pintadas en una pared. Estos chavales ingleses,
no se esconden ni para plasmar sus grafitis, pienso. Pero realmente,
cuando se alejan corriendo, leo en el mensaje frases de apoyo a la
reina y burlándose del supuesto cornudo de Enrique VIII. Pero el
pueblo más bien piensa que el monarca es un poco putero. Muchas
personas esperan la salida de Ana Bolena, que no tarda en aparecer
escoltada por varios soldados en el corto recorrido que separa la
puerta de los calabozos de la plataforma donde verá su fin. Palmadas
de apoyo y consuelo, de fidelidad y pena, le dedican los que
consiguen acercarse a ella. Entre la muchedumbre, la veo pasar a unos
dos metros de mí. Es una joven hermosa, de piel blanca y unos ojos
verdes ahora empañados por lágrimas que sin embargo no delatan
tristeza alguna. Un elegante collar de perlas rodea su precioso
cuello, efectivamente fino, como ella misma describió esta mañana,
asegurando que el verdugo no tendría dificultad alguna para
rebanárselo, según dijo lord Kingston, encargado de la torre. Ana
viste un hermoso vestido claro adornado con pieles, que deja ver unas
enaguas rojas cuando sube los escalones de madera, con elegancia
real, hacia su posición. Sus damas le acompañan entre llantos, que
son más dolorosos en las que más edad tienen, y por ello, más
tiempo han estado junto a su reina. Ana mira al frente, mientras sus
damas se ocupan de retirarle sus joyas, pendientes y collar, de tomar
las pieles con las que se abrigaba, y de cubrir su cabeza con una
cofia blanca. Controlando sus lloros, finalmente se retiran unos
pasos atrás, mientras se hace el silencio. La reina mira a los
presentes, y después habla.
-Pueblo
cristiano. Rezad por mí.
Escucho
su discurso emotivo en el que a nadie culpa, y observo cómo se
arrodilla. La decapitación al estilo francés consiste en una
estocada limpia con la espada, y no con el hacha, sin que el
condenado apoye su cabeza en ningún sitio. El mejor verdugo de
Calais, exigido por el rey, recibe una bolsa de cuero llena de
monedas por su servicio, y el tintineo de las mismas en su mano rompe
el silencio del lugar, que acto seguido sólo interrumpen los
susurros de los rezos de Ana. El verdugo da unos pasos sobre la
plataforma de madera colocándose tras ella. Eleva su cabeza mirando
al frente a través de los orificios de su capucha, e inesperadamente
grita con su voz grave.
-¡Mi
espada! ¡Traedme la espada!
El
eco de su orden suena en los muros de la Torre de Londres. Ana Bolena
cierra sus ojos y continúa con sus rezos. De entre unos barriles que
a su lado había, el verdugo toma la escondida espada que acaba de
reclamar. Empuñándola en silencio, efectúa su trabajo con un único
golpe. Una idea que le regalaba a la reina el ahorrarse la angustia
de la espera de esos últimos instantes.
Ana Bolena. Siglo XVI. Autor anónimo |
Las historias que se trajeron en estos tiempos, inspiraron una y mil películas y series. Una de ellas, es la serie Los Tudor.
Comentarios
Para mi que Enrique está reinando en el infierno.
Un aplauso.