La batalla de Ankara


Hoy es día 20 de julio del año 1402. Pleno verano. Y aquí estoy, en este secarral que es la llanura de Çubuk, al noroeste de la ciudad de Ankara, uno de los lugares más tórridos de toda Anatolia. A pesar de que el calor es sofocante ya a media mañana, todos estamos bien abrigados, puesto que la ingente batalla que está a punto de comenzar nos obliga a equiparnos de arriba a abajo. Formo parte del ejército de Tamerlán, gobernante del gran Imperio Timúrida, que busca seguir expandiéndose por Asia Menor y que por ello, inevitablemente, ha de resolver el choque contra quien posee su misma ambición, Bayezid I, sultán del Imperio Otomano. Ambos caudillos controlan poderosos territorios, el primero por extensión y el segundo por posición. Para explicar los dominios de Tamerlán hace falta recurrir a algún mapa de todo el mundo conocido, pues abarcan desde la lejana Delhi y la región de Cachemira hasta más allá del mar Caspio. Bayaceto domina todas las tierras desde la región de Tracia, el sur de los Balcanes es suyo desde Serbia hasta Moldavia y en esta zona el límite lo marcan los montes Tauro, donde al otro lado mandan los mamelucos. Ambos imperios golpean en torno al macizo armenio, por lo que el destino de Anatolia se decidirá en esta achicharrante explanada.

Batalla de Ankara. Anónimo

Tamerlán nunca ha sido kan -bonita rima- pero como si lo fuera. Siempre ha respetado la tradición mongola vigente en todas las tribus nómadas de Asia Central que establece que solo los descendientes de Gengis Kan pueden asumir ese título, por lo que él se ha limitado a nombrar a quien le ha dado la gana gobernando en su nombre. Como emir, o comandante, Temür el Cojo ha forjado uno de los imperios más extensos que se conocen en menos de veinte años, desde que, nacido en la aldea de Kesh, ascendiera al poder en Samarcanda y empezara por controlar toda la Transoxiana.

Batalla de Ankara. Ilustración
El sistema de combate, heredado de los mongoles, se basa en la eficiente actuación de la caballería, dividida en los famosos tümen de diez mil jinetes. Hoy aquí hay desplegados ocho de esos. Yo formo parte de uno de los dos situados más a la izquierda. Estamos casi pegados a la falta del monte Mire. A nosotros nos manda el menor de los cuatro hijos de Temür, Rukh Shah, de veinticuatro años de edad. A los de al lado, Husayn Tayichiud, un noble ya acostumbrado a ocupar el flanco izquierdo de la caballería de Tamerlán. Al otro lado, en el ala derecha, otros dos tümen en similar formación que los nuestros están mandados por el tercer hijo de Temür, Miran Shah y el noble Abu Bakr. Todos nosotros somos caballería ligera. Mi armadura laminar de cuero, con faldones incluidos, no es el atuendo más cómodo para un caluroso día de verano. Llevo un yelmo cónico de lo más peculiar, con remaches brillantes y un pequeño penacho rosáceo en la punta. Enganchada a mi decorada silla llevo la funda de mi arco compuesto corto, que ya empuño, aunque no sé muy bien cómo podré llevar las riendas a la vez, tal como hacen estos experimentados soldados. No tardaré en echar mano a la maza. Pero los que de verdad deben estar pasando calor son los que forman parte de los otros cuatro tümen, los que ocupan el centro y la retaguardia. Los primeros, los valientes que deberán chocar contra los temibles jenízaros turcos que ya puedo ver al otro lado de la llanura ubicados en un pequeño promontorio, están liderados por Mahmutoğlan, de la tribu de los Chagatai; y los que ocupan la posición más atrasada van con el ducho comandante Muhammad Mirza. ¡Estos tíos llevan armaduras tártaras completas! Piernas, torso y brazos quedan totalmente cubiertos por pesadas piezas metálicas. Algunos de ellos llevan unos yelmos impresionantes provistos de viseras que les tapan la cara, decoradas con serios rostros. No entiendo ni cómo pueden moverse, ni cómo pueden siquiera ver con tal equipo. Incluso sus caballos están protegidos con barbadas de láminas metálicas. Se arman con espadas.

Nuestra infantería comienza a avanzar poco a poco. Los turcos responden lanzándose al ataque con gran ímpetu, pero enseguida mengua la fuerza de su carga. Tamerlán sonríe desde el centro de la retaguardia, y a medida que los espeluznantes barritos ganan intensidad llega incluso a reír a carcajadas. El principal botín que se trajo de sus conquistas en la India da el resultado que esperaba. Treinta y dos elefantes acorazados se dirigen con increíble velocidad hacia el enemigo haciendo retumbar el suelo. Los kapıkulu, soldados de élite del imperio otomano, tiran de las riendas de sus caballos ante la aterradora escena. Algunos caen de sus monturas al intentar dominarlas. Los colosales animales golpean a todo aquel que encuentran a su paso. Los caballos son desgarrados por sus largos y afilados incisivos de marfil y los soldados salen despedidos ante las imparables embestidas. Cuesta creer que una bestia de tal tamaño pueda ser tan rápida y moverse con tal agilidad. Motivados por la carga de los elefantes, los jinetes de los flancos atacamos rugiendo con rabia.

Algunos de mis comapeñeros hablan de más de un millón de hombres. Parece una cifra exagerada pero yo puedo asegurar que aquí ahora no hay menos de quinientos miles. La batalla está siendo muy sangrienta y el paso de las horas no le pone fin. Al agotamiento que toda lucha supone se le añade la extenuación del calor. Nosotros al menos hemos podido hidratarnos, pero ellos ni siquiera han bebido unas gotas. Tamerlán se ha ocupado de destruir todos los pozos de los alrededores de Ankara, ha desviado incluso el cauce del río Çubuk mediante una presa para que solo nosotros pudiéramos disponer de agua y, justificando esa crueldad que muchos le atribuyen, dejó a la vista un único lago al que los turcos se lanzaron desesperados. Solo cuando alcanzaron sus aguas se dieron cuenta de que habían sido contaminadas con animales muertos.

-¡Retirada!

Los comandantes otomanos gritan la orden de retroceder, pero lo cierto es que ya muchos de los suyos han huido. Solo los guerreros serbios mantienen sus posiciones luchando con valentía, permaneciendo fieles al pacto que su señor, el déspota Esteban Lazarević, mantiene con Bayezid. Pero hasta él sabe que la derrota está asegurada y, ensangrentado, busca con la mirada al sultán gritándole que debe escapar. Bayezid, igualmente empapado con la sangre de los muchos que a sus pies ha dado muerte, espolea a su caballo cabalgando hacia la colina de nombre Chattalpah, acompañado por algunos de sus guardias. Cuando cae la noche y la batalla termina, miles de jinetes de Tamerlán rodean el monte en cuya cima se refugia el sultán mientras varios hombres a pie no tardan en localizarlo. En un último intento por escapar, Bayezid vuelve a azuzar a su agotado caballo que, obediente a pesar de su asfixia, sale al galope hacia el norte. Un grupo de caballeros de nuestra retaguardia salen en su persecución. La huida no dura demasiado. El caballo de Bayezid, exhausto por la batalla, el calor, y la falta de agua, se desploma haciendo caer al sultán. Cuando se incorpora, varias espadas acarician su garganta con la punta del acero.

El sultán Bayezid apresado por Temür. Stanisław Chlebowski. 1878

Georg Friedrich Händel compuso una obra estrenada en 1724 titulada Tamerlano. En ella aparecen tanto Tamerlán como Bayezid, cuyo personaje resultó de especial importancia, por utilizar por vez primera una voz tenor, en contra de los cánones de la ópera barroca seria. Se considera la obra más trágica del compositor alemán.

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