La derrota de los comuneros en Villalar

Esta madrugada, cuando apenas había luz aún, hemos abandonado el castillo de Torrelobatón. Hace dos meses que tomamos esta villa tras varios días de duro asedio. Los muros de su fortaleza han protegido nuestros planes de organización desde que logramos su conquista, prometiendo que todos los habitantes del pueblo serían ahorcados si la plaza no se rendía. Aquella victoria ha enfurecido mucho a los realistas que, atemorizados por el coraje de nuestros líderes, no han escatimado los recursos destinados a zanjar de una vez por todas la rebelión comunera. Acabamos de pasar por la villa de Gallegos. Antes atravesamos San Salvador, y aún más atrás queda ya Villasexmir. En todas las aldeas hemos podido encontrar pasquines que apoyaban nuestro movimiento.

Tú. Tierra de Castilla. Siendo tan noble reino, qué maldición padeces al sufrir el gobierno de quienes no te tienen amor.

Entorno del río Hornija

Está lloviendo mucho. Nos dirigimos hacia la villa de Vega de Valdetronco, siguiendo la ribera del río Hornija. El avance es lento y pesado debido a que caminamos sobre barrizales en los que se hace realmente complicado dar un solo paso. Yo me ayudo apoyándome en mi lanza, pero tras tanto rato metido en estos lodazales, mis botas de cuero, a pesar de cubrirme hasta más arriba de las rodillas, se encuentran totalmente cubiertas de fango, llegando a tener también totalmente manchado mi calzón de paño grueso. El sayo me pesa el doble por estar empapado, y como no llevo casco, me cuesta bastante ver con la que está cayendo. Avanzo más o menos mezclado entre los soldados de la mitad del gran pelotón. Escucho voces a mi espalda. Juan de Padilla nos adelanta cabalgando con habilidad sobre un enorme corcel pardo. Su coraza brilla impoluta, constantemente limpiada por la lluvia, y su larga capa se mueve con la tempestad que nos azota en este 23 de abril de 1521, roja, del mismo color que las cruces que los comuneros lucimos sobre nuestros pechos como símbolo de rebeldía. Aquí y allá se vociferan órdenes que no encuentran destinatario. El temporal dificulta la organización de nuestras filas, y aún nos queda mucho camino hasta llegar a Toro, la ciudad en la que pretendemos cobrar refuerzos.

Carlos I. Retrato posterior a 1515.
Bernand van Orley
Aprecio la tensión en los rostros de mis compañeros. Sabemos que el ejército real se ha hecho fuerte, y está decidido a acabar con nuestro levantamiento armado, iniciado hace más de un año, pero fraguado desde que el rey Carlos puso por vez primera sus caros zapatos en nuestra tierra, pisando la arena de las playas de Asturias. Rodeado por su ostentosa corte flamenca, hizo llamarse rey antes siquiera de haber visto su dominio, y enseguida organizó su gobierno a su antojo, bajo órdenes dictadas en alemán, inglés o latín, pues de castellano no tiene ni idea. Durante las Cortes de Castilla, celebradas en Valladolid hace tres años, se juró lealtad al rey, solicitándole en cambio una serie de medidas de las cuales Carlos ha pasado totalmente. Lo de aprender el idioma de su propio pueblo parece que le importa una mierda, continúa con su corrupción otorgando títulos y posesiones a sus amigos extranjeros, y su madre Juana sigue recluida en una torre de Tordesillas, abandonada entre sus fríos muros. Los nuestros la visitaron hace unos meses para exponerle los objetivos de la revuelta comunera, organizada bajo el nombre de la Santa Junta, entre los que se encontraba defender su derecho a gobernar. A día de hoy, ni siquiera yo sé si aquel día la reina Juana se negó a participar en un conflicto que derramaría tanta sangre, o si nuestros líderes abandonaron aquella fortaleza convencidos de que aquella a quien llaman la Loca, lo estaba realmente.

Las voces se incrementan a medida que lo hace la fuerza de la lluvia. Observo a duras penas cómo muchos de mis compañeros preparan sus lanzas, mientras otros ultiman el mantenimiento de sus escopetas. Un jinete cabalga a toda prisa viniendo desde la vanguardia de nuestro ejército, informando de la noticia.

-¡El ejército del rey! ¡A las armas! ¡La batalla es inevitable!

Se trata de Juan Bravo. Mientras grita, se quita su morrión para agitarlo en señal de alarma. Más adelante, Francisco Maldonado, a pie, nos indica que corramos para alcanzar Villalar. Si logramos desplegarnos por las calles de la villa y tomar una buena posición con nuestra artillería, quizá podamos resistir. De lo contrario, en campo abierto, nuestra inferioridad numérica no nos permitirá aguantar mucho tiempo.

Durante un largo trecho, noto cómo mis pasos sí tocan un terreno firme, aunque encharcado, pero poco tiempo dura nuestra comodidad, pues cuando alcanzamos el Puente de Fierro, de nuevo nuestros pasos se hunden en el pegajoso fango del arroyo de los Molinos. Muchos optan por tirarse al barro para arrastrase y no quedar atrapados en esta trampa mortal. Otros, viendo el desenlace al que estamos condenados, toman direcciones diferentes, huyendo para esconderse en las localidades cercanas. Antes de que podamos alcanzar el pueblo, la caballería real se nos echa encima. A golpe de mandoble, siembran la tierra con los cadáveres de los soldados comuneros, que no pueden responder al ataque. La sangre se mezcla con el lodo sin que podamos hacer nada.

Padilla desenvaina su acero y niega lentamente ante la propuesta que sus escuderos le transmiten, pidiéndole que se retire. Por su barba mojada resbala el agua de lluvia mientras pronuncia unas últimas palabras antes de lanzarse con furia contra las tropas del rey, en un ataque tan inservible como honorable.

-Nunca permitiría que las mujeres de estos hombres pensaran que yo, quien les he conducido a esta matanza, podría huir de su mismo final.

La batalla de Villalar. Manuel Picolo. 1887

Aquí la web de la Fundación Villalar de Castilla y León.

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