Marco Polo


Comerciante. Navegante. Explorador. ¿Cómo prefieres que te presente?

Viajero. Al fin y al cabo, soy todo lo que has dicho, y todo ello obliga a viajar.

Quizá fuiste evolucionando. Cuéntame, ¿cómo empezó todo?

Mi padre Nicolás era un gran mercader. Crecí escuchando las fabulosas historias que de él se contaban en el puerto de Venecia. Me pasaba las horas mirando el mar, hasta que mis ojos lloraban por causa del brillo del sol en las aguas. Quería que mi padre, al que no conocía, me narrase sus aventuras, pero los años pasaban y él no regresaba. Cuando perdí a mi madre siendo muy joven, subí a cada barco que vi encallado en la costa rogando que me permitieran partir con ellos, pero nadie me aceptó. A pesar de mi nombre, todos los capitanes me dijeron que los mares no son el mejor lugar para crecer.

Y llegó el día en el que por fin conociste a tu padre.

Ya atardecía. La sombra de la basílica de San Marcos oscurecía la plaza. Estaba realmente embobado admirando las mercancías que un grupo de hombres transportaban. Llevaban sacos con especias cuyos aromas embriagaban, brillantes zafiros e incluso animales que jamás había visto. Una mano se posó en mi hombro y me obligó a girarme. Al principio me asusté, pero enseguida le reconocí, de igual modo que él me identificó a mí. Acababa de cumplir quince años.

¿Cuándo iniciaste tu viaje?

A mis diecisiete años. En 1271 partí con mi padre y con mi tío Mateo. Su intención era regresar a la corte de Kublai Kan.

¿Quién es este señor?

Fue. El último kan. Bajo su reinado creó la dinastía Yuan acabando con la Song, y consiguió al convertirse en emperador de China que el imperio mongol alcanzara su mayor extensión. Mi padre permaneció en Kaifeng durante muchos años hasta que obtuvo el cargo de embajador. Nunca me contó mucho acerca de la misión que se le había encomendado. Solo supe que guardaba con sumo cuidado una carta que debía entregar al papa.

Parecía un mandato sencillo pero, al parecer había un pequeño problema. No había papa.

Tres años de cónclave. La que tenían liada en el palacio de Viterbo era gorda. Y por eso nuestra primera parada fue Acre. Allí pudimos hablar con Teobaldo Visconti. Ya navegábamos por las costas turcas cuando nos tocó dar media vuelta a la altura del puerto de Ayas. Mi padre por fin pudo entregar su mensaje a Visconti, siendo ya Gregorio X. Pudimos partir de nuevo acompañados de dos frailes dominicos. Supe entonces que la petición del kan era que el papa enviara emisarios a su corte para iniciar relaciones.

Pero los curas duraron poco, tengo entendido.

(Risas). Nuestro camino a través de tierras persas fue bastante chungo. Los mongoles y los egipcios estaban sumidos en violentos enfrentamientos. Cuando alcanzamos Armenia, los ejércitos sarracenos del sultán de Babilonia merodeaban por los alrededores, y a menudo se cargaban a todo viajero que encontraban. Los dominicos se negaron a continuar con el viaje y regresaron a Acre. De todas formas, se acojonaron bastante pronto, porque nuestra estancia en Armenia resultó ser muy tranquila y agradable finalmente. El comercio de la lana, pues de allí sale la de mejor calidad, nos permitía conocer mucha gente. Y de allí nos fuimos a la rica ciudad de Ormuz.

A partir de este punto los áridos desiertos se convirtieron en el paisaje habitual, ¿no es así?

Durante varios días atravesamos llanuras tan secas que los pocos charcos que encontrábamos solo tenían agua salada. A medida que avanzábamos, sabía que podía estar pisando terrenos por los que nunca antes había pasado un europeo. Quizá fue al ver los muros de la ciudad de Balj, cuando comprendí la importancia de mi aventura. Aquella zona siempre había sido considerada el límite de los más antiguos imperios. De vez en cuando nos topábamos con praderas cuya vegetación había conseguido abrirse paso entre los montes de sal. Pero enseguida los desiertos volvían a abrazarnos, y nuestras noches a la intemperie apenas permitían que pudiésemos descansar. Los lugareños de estas llanuras vivían escondidos por miedo a los muchos bandidos que por allí pasaban. Solo cuando atravesamos las cordilleras de Hindú Kush pude recuperarme de las fiebres que pillé durante las largas travesías por las arenas. A partir de este punto, tierra de lapislázuli, comencé a escuchar las historias que aquellas gentes de ojos rasgados me contaban a los pies de colosales estatuas de Buda.

¿Sabes chino?

Qué va. Eso no hay quien lo entienda. Cuando me hablaban me daba la impresión de que se lo estaban inventando. Por cierto, ¿sabes cómo se llama el chino que menos se lava?

Muy viejo, Marco. Ya me lo han contado mil ve...

¡Chin Champú! (Risas). En fin, como te iba diciendo, no resultaba complicado encontrar a algún mercader que entendiera nuestra lengua y pudiera comunicarse con nosotros.

¿Cómo fue todo en la corte del kan?

Estando aún a varias jornadas de Pekín, Kublai Kan nos recibió en uno de sus palacios. Aceptó los obsequios que el papa nos dio para él, y enseguida pude conocer la hospitalidad de esta gente. Eran un pueblo que acababa de iniciar su sedentarismo tras siglos viviendo como nómadas. Habitaban campamentos hechos con pieles, salpicados por las estepas. Pero gozaban de una vida muy apacible. Se aseaban en bañeras de madera llenas de agua perfumada, cantaban y tocaban extraños instrumentos en torno a las hogueras, y eran fabulosos jinetes. Enseguida pude hacer buenos amigos allí.

Y algo más, si no me equivoco. ¿Qué puesto alcanzaste?

El Gran Kan me nombró diplomático. Desde el primer momento mi enorme curiosidad y ansia de conocimiento me llevaron a interesarme por todo cuanto me rodeaba. Estudiaba cada detalle. Kublai enseguida admiró mi inquietud y comenzó a otorgarme misiones que me permitieron recorrer su amplio imperio.

Mójate, ¿qué fue lo que más te impresionó de todo lo que descubriste de esa gente?

Imposible quedarme con una sola cosa. La industria de la seda era fascinante. El sistema de correos, infalible. Si tengo que mojarme como me dices, quizá diría que lo que más me llamó la atención fue el uso del papel moneda. Pequeños pedazos de papel, extraído de finas láminas de corteza de moral, ¡eran el dinero que usaban en todo el reino! Flipaba. Por primera vez, el valor de una moneda era el que las administraciones decidían, y no el que el propio material representaba. Controlaban su fabricación y distribución para que cada transacción fuese correcta. Y lo más impresionante es que este sistema en China lleva en funcionamiento tres siglos.

Fue por estas fechas cuando tuviste tu experiencia como guerrero, ¿no?

Bueno, dejémoslo en militar. Había estado viajando por las regiones montañosas del Tíbet durante algún tiempo, y conduje a mi comitiva siguiendo el ancho río Saluén hacia los bellos reinos de las pagodas. Algunos de los líderes de estas regiones se habían rebelado contra el kan, y me vi envuelto en una guerra. Aporté mi opinión acerca de la estrategia a seguir, la búsqueda de un terreno boscoso favorable a los ejércitos mongoles o la utilización predominante de las flechas a distancia en vez de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Fue una batalla feroz, sobre todo entre destacamentos de jinetes. Los nuestros sobre caballos. Los suyos sobre elefantes. Salió bien.

Bueno, entonces, ¿hasta dónde llegaste?

Durante tres años fui gobernador en la ciudad de Yangui.

Y de ahí... vuelta.

Las ciudades de esta región se encontraban surcadas por ríos, lagos y mares. Era muy habitual que las aldeas construyesen canales. Una tarde, mientras paseaba por uno de estos lugares, sentí el deseo de regresar a Venecia. Kublai Kan ya era muy anciano, y aunque no se alegró de mi decisión, aceptó que quisiera marcharme.

¿Por dónde volviste?

Una gran cantidad de personas nos despidieron cuando partimos del puerto de Quanzhou, arrancando mis lágrimas al dejar atrás esta cultura tan noble. De ahí navegamos hacia el sur hasta que alcanzamos la isla de Sumatra tras tres meses cruzando el mar meridional de China. Ahí cogimos a mano derecha la costa y bordeamos el sur de la India. Tras más de año y medio desembarcamos en Ormuz. De ahí, directos por tierra cruzando el Cáucaso hacia Constantinopla, a excepción de un pequeño paseo por el Mar Negro. Desde ese punto a casa ya no era nada.

¿Qué Venecia encontraste a tu regreso?

Permanecía tal y como la recordaba. Pero tras casi veinticinco años nadie me recordaba a mí. Mis propios familiares me sometieron a un profundo interrogatorio para verificar que era quien decía ser. Las piedras preciosas que había logrado esconder entre mis ropas fueron la prueba de que había regresado de mi largo viaje. O al menos eso les bastó para permitirme entrar en mi propia casa. Realmente la situación era muy tensa. La República de Venecia y la República de Génova se encontraban inmersas en una violenta guerra por el control del Mediterráneo.

Háblame de tu libro. ¿Cómo surgió?

Durante una de las campañas comerciales en las que participé, y que me llevaban a viajar a ciertos puntos de Asia Menor, nuestro barco fue apresado junto a otras tantas naves venecianas. Los genoveses me llevaron preso y compartí celda con un escritor de Pisa, de nombre Rustichello. Él se pasaba las horas dándole a la pluma, y yo tenía mucho que contar. Enseguida nació la idea de hacer un libro que narrase mis aventuras. En pocos meses, Il Milione estaba finalizado.

¿Qué tienes que decir a toda esa gente que pone en duda la veracidad de tu viaje?

Paso de meterme en eso. Pero, te lo aseguro. No he contado ni la mitad de lo que vi.

 

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