El templario enloquecido

Hoy es día 1 de octubre del año 1189 de nuestro Señor. San Juan de Acre, una de las ciudades cuyos nombres tienen las letras más grandes en los mapas de Tierra Santa, se alza ante mí. Pero como desde hace más de dos años, tras la batalla de los Cuernos de Hattin, los guerreros que conformamos los ejércitos cristianos solo podemos contemplar este próspero puerto del Reino de Jerusalén desde fuera. Desde dentro, el sultán Saladino nos observa a nosotros.

Knights Templar. Giussepe Rava

Resulta curioso que las murallas que hoy nos esforzamos en franquear sean precisamente las que nosotros mismos construimos en torno al año 1104, bajo el reinado de Balduino I de Jerusalén. A lo largo de toda esta costa del mar Mediterráneo, San Juan de Acre está protegida por una sólida fortificación salpicada de robustas torres. Al norte, su muro doble le quita a uno las ganas de intentar, siquiera, cualquier tipo de asedio. Sin embargo, hoy estamos decididos a presentar batalla al enemigo musulmán, aunque quizá seamos muchos los que no tenemos demasiada confianza en la victoria, teniendo en cuenta que últimamente no hacemos otra cosa que encadenar derrotas. A pesar de todo, la causa que motiva estas campañas de las Cruzadas sigue vigente. El fervor que se respira entre las filas cristianas nunca desaparece. Muchos son los estandartes que veo ondeando sobre las brillantes armaduras de los soldados, debido a esta suave brisa que poco a poco crece en intensidad, cargada de sabor a arena y aroma a mar; pues muchas son las tropas que se encuentran desplegadas en esta árida explanada. Dando forma a un mosaico de uniformes, varias son las órdenes militares que hoy colaboran en esta empresa, como los templarios o los hospitalarios; así como algunos destacamentos de soldados llegados de toda Europa, como los francos o los alemanes.

Fotograma de la serie Knightfall
El equipo que estoy utilizando me tiene prácticamente inmovilizado. Visto un peto de lino acolchado cuyo faldón me alcanza las rodillas. La armadura de anillas de acero que cubre todo mi cuerpo, sin dejar ni el más mínimo hueco de mi piel al descubierto, aún hiede al vinagre que anoche utilicé para limpiarla y así evitar su oxidación y rotura. Todo mantenimiento es poco teniendo en cuenta que de ella depende mi seguridad, pues me protege de arriba a abajo. El almófar me cubre la parte de arriba, con su gorro, su sábana tapando el cuello y su gola, que se extiende hasta los hombros. Sacrificando el poder respirar con total libertad, la cota de malla presiona mi torso cayendo hasta el faldón, y esconde mis brazos con sus mangas largas que incluso terminan en mitones que cubren mis manos. De igual modo, las brafoneras, a pesar de dificultar mis pasos, mantienen mis piernas a buen recaudo. Aunque ahora voy a pie, calzo espuelas de guerra, de estas que no tienen demasiada piedad con las ancas de los caballos cuando de huir para salvar la vida se trata. Encima, una túnica sin mangas de momento blanca como la leche, con una cruz patada bordada en rojo en mitad del pecho. A través de las ranuras de mi yelmo cilíndrico veo cómo la vanguardia toma posiciones. Vaticinando que la batalla se acerca, asgo fuertemente con mis dedos las enarmas de mi escudo de madera, de unos cuatro pies de largo por casi dos de ancho, y de forma lacrimal, acomodándolo en mi antebrazo izquierdo. En mi diestra empuño mi inseparable espada larga, cuya hoja alcanza casi una braza. Cuando el polvo anuncia que una guarnición islámica sale de Acre tomando la iniciativa para atacarnos, trago saliva y me dispongo para la lucha. Hoy soy un caballero de la Orden de los Pobres Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón. Hoy soy uno más de los soldados de la Orden del Temple.

Cabalgando con porte noble, veo cómo el Gran Maestre de mi orden, el flamenco Gérard de Ridefort, va de un lado para otro voceando, comunicando su plan de ataque. Lo miro y me parece que nada puede salir mal siguiendo sus indicaciones, pues siempre se muestra muy seguro de sí mismo, pero lo cierto es que la larga cosecha de catástrofes que arrastra ha provocado que entre los cristianos ya no se le tenga demasiado respeto. Frente a la capacidad de estratega que caracteriza a Saladino, cuyos éxitos están continuamente trazando nuevas fronteras sobre los mapas israelitas, Gérard de Ridefort se ha singularizado por sus temerarias decisiones, que ya han costado numerosos desastres en los que miles de hombres han perdido sus vidas. Para algunos, la insensatez del maestre se debe a que sigue cegado por el rencor hacia Raimundo III, conde de Trípoli, quien rompió su trato de casarle con su heredera en favor de un rico mercader pisano. Desde luego, hay que estar muy loco para lanzarse con ciento cincuenta hombres contra siete mil jinetes musulmanes, tal como me contó ayer Balián, señor de Ibelín, cuando le pregunté por la batalla de Seforia de hace dos años. Aún se estremecía recordando el momento en el que se encontró con más de un centenar de cuerpos ensartados en lanzas sobre las llanuras de Galilea. Parece que el maestre del Temple no ha aprendido de aquel error del que solo él y otros dos caballeros salieron con vida.

Battle Of Hattin. Gustave Doré. Siglo XIX
La pavorosa música de los primeros choques de armas comienza a sonar. Los violentos golpes de las mazas de los sarracenos contra los escudos cristianos dan el tono más grave a la melodía, que enseguida se hace ensordecedora. Cerca de mi posición, un soldado árabe provisto de un yelmo de turbante, se vale de una patada en el pecho a su oponente para extraer de nuevo su cimitarra del vientre del cruzado que permanecía de rodillas. Al otro lado, uno de mis compañeros sorprende a un guerrero musulmán golpeándole con su enorme mandoble en la espalda y destrozándole así su coraza de láminas. El casco iranio rueda por la tierra pisada hasta mis pies. El ataque lanzado por los islámicos ha sido tan contundente que ha logrado desordenar nuestras filas, y ya recibo desde varios puntos la orden de retirarnos hacia el campamento. Cuando me giro, ante mí aparecen unos enormes ojos negros. Aquella mirada oscura me paraliza, y solo salgo de mi espanto cuando una bocanada de aire caliente me golpea la cara colándose por las ranuras de mi yelmo. El estrepitoso tumulto me rodea, y tal es el susto que no puedo evitar caer hacia atrás, jadeando, casi asfixiado por mi propia armadura. Cuando elevo de nuevo la vista, distingo el imponente rostro de aquel caballo que me miraba, oculto tras su testera. La barda metálica de su pecho aún le da un aspecto más aterrador, pero lo que realmente me acojona es la flecha con la que su jinete me apunta desde lo alto. Con mis últimas fuerzas logro protegerme bajo mi escudo y, cuando suelta la cuerda de su arco compuesto, la saeta golpea la madera con un impacto seco que me arranca un alarido. Aparto el pavés dejándolo caer a un lado, cuando veo cómo una maza golpea la cabeza del jinete sarraceno, lanzando su casco oval a un lado mientras el penacho aún se tambalea. Un soldado ataviado con una túnica completamente negra en la que habría de verse una cruz blanca de no estar cubierta de sangre, me ayuda a levantarme. Bajo su yelmo cubo resuena una voz grave, y alcanzo a escuchar su aviso. Estamos rodeados. Con su espada de Malta me señala nuestro campamento. La caballería de Saladino pretende dejarnos atrapados.

A pesar de todo, los cruzados resisten y logramos abrir una brecha entre las líneas de los mamelucos, que ante la entereza de las tropas europeas deciden centrarse en la escolta del sultán. En ambos bandos se saca la misma conclusión. La alfombra de muertos que tapiza esta llanura tiene los colores de los dos ejércitos. Las bajas se cuentan por cientos, quizá miles, y la balanza de la victoria no se inclina hacia ningún lado. En estas circunstancias, permanecer aquí solo nos causaría problemas, por lo que las milicias cristianas comienzan a organizar su retirada.

Sin embargo, a medida que el fragor de la contienda disminuye, crece en intensidad el impetuoso bramido de un único individuo. Junto a las murallas de San Juan de Acre, Gérard de Ridefort protagoniza una escena que a todos, seguidores del Corán o adeptos de la Biblia, deja atónitos. Enarbolando su espada templaria, el perturbado maestre de la orden se encuentra completamente solo, amenazando a los musulmanes que le rodean sin necesidad de enfrentarse a él. Su cara, manchada de tierra y sangre seca, deja ver un gesto demente. El caballero, fuera de sus cabales, continúa gritando a sus enemigos como si estuviera convencido de poder vencer él solo a todo un ejército. Da vueltas sobre sí mismo retando a los infieles a atacarle, mientras dirige estocadas al aire perdiendo casi el equilibrio. Los cristianos, incluidos los miembros de su propia hermandad, nos miramos entre nosotros negando con nuestras cabezas. Gérard de Ridefort ha perdido la cabeza. Nadie acude en su ayuda. Quizá esté buscando de manera desesperada el final a su desastrosa trayectoria como adalid. Finalmente, varios soldados musulmanes se acercan apresándolo sin dificultad. Saladino no tarda en dar la señal para que ejecuten a ese pobre loco.

Ruinas del puerto de Acre en la actualidad. Israel

Para más información sobre el décimo Gran Maestre de la Orden del Temple, Gérard de Ridefort, esta página.

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