Las
aguas del Guadalquivir, a pesar de su tranquilidad, provocan un
hipnotizante murmullo al chocar contra la roda de nuestro barco, pues
mientras ellas descienden en busca del Atlántico, nosotros subimos
con destino Sevilla. Apoyado en la borda derecha de esta nave
remolcadora, en proa, busco con la mirada el muelle de la ciudad,
donde atracaremos. Siendo poco amigo de los tambaleos de los barcos,
yo hoy me encuentro perfectamente, pues no hace ni dos días que me
subí a este buque, en el puerto de Sanlúcar de Barrameda. Pero la
nao que nos precede necesitando de nuestra ayuda debido a su
deteriorado estado, ha tocado agua dulce por vez primera desde que
hace tres años partiese del mismo puerto sanluqueño, entregándose
a las aguas saladas para iniciar el viaje más largo que nadie puede
realizar, aquel que curiosamente te lleva al sitio más cercano del
inicio. Partida y meta eran el mismo punto, pero desde que desataran
los cabos hasta que echaran el ancla habrían de recorrer todo el
globo. El mundo entero. Hoy más que nunca el estropeado barco que
tengo detrás de mí se ha ganado su nombre. Hoy, día 8 de
septiembre del año 1522, la Victoria descansará tras completar la
primera circunnavegación de la Historia.
Nao Victoria. Réplica actual |
Recorro
lentamente el estribor cagándome en todo porque no corra ni un
mínimo de brisa, estoy asfixiado con este calor. Y llegando a popa
contemplo ese precioso buque de alto bordo que ahora mismo navega
cansado, moribundo, como si ya hubiese agotado sus fuerzas y esperase
que las aguas de este río le arrastrasen hasta su lecho. Aprecio sus
más de siete metros de manga, y admiro cómo su botalón apunta
firme hacia su cercano destino, alzado como la espada del fiero
conquistador que ha surcado las aguas de territorios jamás vistos
por ningún hombre de nuestra tierra. Pienso que a cada metro
recorrido, esa vela cebadera se introducía en paraísos
desconocidos, seguida del trinquete y del palo mayor, donde el aspa
de Borgoña ondea mostrándole al mundo que la hazaña más ambiciosa
de la navegación ha sido realizada bajo el emblema de España. Hace
tres años, otras cuatro naves avanzaban a su lado. Esta carraca era
la más pequeña de la flota a excepción de otra nao. Hoy sólo
queda ella. Doscientos treinta y cuatro hombres constituían la
tripulación. Hoy, sólo dieciocho regresan.
Poco
a poco comienzan a escucharse voces. El griterío de la gente en el
muelle crece a medida que nos acercamos. Todas las miradas están
puestas en el barco superviviente. Las orillas están repletas de
personas que han venido a recibir a los navegantes protagonistas de
la más larga travesía recorrida jamás, que se sepa. Observo a
muchachos maravillados, desgañitándose en gritos de excitación.
Veo a hombres vitoreando, orgullosos de ser compatriotas de esos
valientes que han logrado rodear el orbe de agua, descubriendo lo
desconocido, otorgando a nuestro mundo un mar de nuevos conocimientos
y posibilidades que sin duda valen más que las riquezas que traen en
las bodegas. También distingo a algunas mujeres con ojos llorosos,
con sus manos entrelazadas susurrando oraciones de agradecimiento por
la fortuna de los vivos, y plegarias de compasión por todos aquellos
que se han quedado en algún punto del extenso periplo. Cuando la
Victoria atraca en el muelle, su quilla se estabiliza y a la luz del
atardecer casi puedo ver cómo la nave expira para finalmente dormir
tras su viaje de tres años. Ha alcanzado su meta. Ha conseguido su
objetivo. La pasarela de madera toca por fin tierra española, siendo
tendida a los pies de los miembros de la Casa de Contratación, que
ansiosos esperan ver aparecer a esos dieciocho marinos a los que
deben el privilegio de poder ampliar los trazos de nuestros mapas.
Con
la llegada de la noche la gente empieza a abandonar el muelle. Las
autoridades ascienden por la rampa accediendo al buque para
encontrarse con los tripulantes, pues han manifestado su intención
de pasar la noche en el que ha sido su hogar durante tanto tiempo.
Cuando me uno a ellos a bordo de la Victoria quedo impresionado ante
lo que veo. Casi una veintena de hombres escuálidos es lo que queda
de la amplia expedición que ha dado la vuelta al mundo. Sólo
algunos permanecen en pie intercambiando algunas palabras con los
funcionarios que no dejan de abrazarles y felicitarles. Enseguida
toman de nuevo asiento, debilitados, enfermos, pero con un brillo de
satisfacción en sus ojos, enormes por el contraste con sus
cadavéricos rostros a la luz de los candiles repartidos por la
cubierta. El factor de la Casa de Contratación y algunos miembros de
la administración de la ciudad de Sevilla conversan con un hombre de
enredados cabellos, más abundantes en el momento de su partida que
ahora durante su regreso, y de poblada barba oscura. Ese hombre que
ya supera los cuarenta años de edad es Juan Sebastián Elcano. Se
embarcó como contramaestre de la Concepción, y hoy ha regresado
como capitán de la expedición, tras cumplir con éxito su misión
de completar el viaje tras la muerte del que liderase la campaña
desde su inicio hasta su muerte, Fernando de Magallanes.
Juan Sebastián Elcano |
Apoyado
sobre un barril, observo a un hombre de nariz aguileña, acentuada
por la extrema delgadez que sufre, aunque creo que no es de los que
peor aspecto tienen. Desparramados sobre su improvisada mesa se
encuentran algunos trozos de papel repletos de notas. Sobre uno de
ellos, alcanzo a ver que está plasmando la fecha del día de hoy,
para dejar después su pluma a un lado, y elevar esa hoja ante él
examinándola con una cansada sonrisa. Me da la impresión de que el
humanista, el italiano Antonio Pigafetta, acaba de finalizar su
crónica.
-¿Era
ese el punto final?
Me
acerco y amablemente relleno de agua el cuenco que a su lado tiene
para después servirme a mí otro de la jarra que reposa entre sus
anotaciones. Sonríe asintiendo con su cabeza y pronto comenzamos a
hablar mientras el cielo se tinta por completo de negro. Aprovecho
para preguntarle acerca de la expedición. Me cuesta mucho
seleccionar los temas más importantes, pues no quiero ser cansino,
que el hombre querrá descansar, pero es que son innumerables las
cuestiones que se me ocurren. Estos marineros acaban de completar una
vuelta al mundo.
-Mayo
de 1520 -confirma revisando una de esas páginas amarillentas cuando
le pregunto acerca del resto de las naves-. La Santiago se hundió
tras despedazarse contra las rocas de las costas de lo que el capitán
llamó Patagonia. A finales de ese año, poco antes de que
divisáramos el estrecho que nos llevó a las pacíficas aguas del
nuevo océano, la San Antonio, el más grande de nuestros barcos nos
abandonó y dio media vuelta.
-¿Qué
provocó la sublevación?
-Muchos
de los nuestros pensaban que la expedición había fracasado.
Llevábamos meses dirigiéndonos al sur y no encontrábamos ningún
paso hacia el oeste. Cuando por fin creímos hallarlo nos dimos
cuenta de que habíamos perdido quince días navegando por una
ensenada. A la falta de provisiones que causó la reducción de las
raciones, se añadió otro terrible mal. El intenso frío de aquel
lugar. Creo que todos llegamos a pensar en algún momento que nuestra
campaña había llegado a su fin.
Antonio
dirige su mirada a Elcano, que continúa atendiendo a las
autoridades. Añade que el propio líder que ahora ha logrado
cosechar el éxito de la dura misión, formó parte durante aquellos
días del intento de motín, desvinculándose finalmente del grupo
que se volvió para España. Me sobrecoge escuchar el relato del
cronista, explicándome cómo tuvieron que alimentarse a base de agua
casi podrida, galletas con gusanos, ratas o incluso pieles de vaca
destinadas a la protección de los mástiles para evitar la fricción
de las maromas. El tramo comprendido entre el Estrecho de Todos los
Santos y las Islas de los Ladrones tuvo que ser el más horrible de
todo su viaje, pues tuvieron que compartirlo con polizones como la
hambruna o el destructor escorbuto que tanto diezmó a la
tripulación.
-Ocurrió
en abril de 1521 -responde Antonio ahora a mi pregunta sobre la
muerte de Magallanes-. El capitán subestimó a la población
indígena y quiso ahorrar recursos enfrentándose con sólo medio
centenar de hombres a toda una tribu de más de mil guerreros. Murió
lanceado en la playa. Estábamos en las islas a las que puso el
nombre de San Lázaro. Perdimos la batalla y con ello la confianza
del caudillo al que habíamos prometido ayudar en sus guerras locales
a cambio de provisiones. Sufrimos una traición, cayendo envenenados
algunos de los nuestros, y además partimos de ese lugar con una nave
menos, pues la Concepción estaba tan deteriorada que no nos sirvió
más que para calentarnos con el fuego que alimentamos con su madera.
-Ya
sólo navegabais con dos, y aún debíais regresar bordeando las
costas africanas.
-Cuando
alcanzamos territorio conocido, al llegar a las islas de las
especias, tuvimos que prescindir también de la Trinidad, pues
requería serias reparaciones.
A
partir de ahí, bajo el mando de Elcano, la menguada tripulación
completó su viaje navegando por las hostiles costas controladas por
los portugueses. Tras despedirme del sobresaliente agradeciéndole la
entrevista, dirijo una última mirada a los dieciocho héroes.
Dedico el resto de la noche a pasear por el puerto. Joder, ¿es que no se va a levantar ni la más mínima brisa? Sigue haciendo un calor espantoso. Todavía son varios los curiosos que pululan como yo por el muelle, cerca de la Victoria, a la espera de que los marineros finalmente bajen de su nave. Sólo cuando los primeros rayos de sol comienzan a hacer que el cielo claree, alcanzamos a ver cómo los hombres descienden por la pasarela. Nada de vítores ya. Ninguna fiesta ni celebración. Aquellos hombres caminan lentamente, en silencio, portando cada uno de ellos un cirio encendido. Se cubren con los harapos que han vestido en su último tramo del viaje, y van descalzos. Sus camisas, sucias y rotas, dejan ver las marcadas costillas de sus pechos huesudos. Como si de una procesión de espectros se tratase, pasan entre la gente y se dirigen a la Catedral. Allí, en las capillas, se reencontrarán con la Virgen a la que hace tres años solicitaron su protección. Le agradecerán que, al menos a ellos, se la haya brindado.
Dedico el resto de la noche a pasear por el puerto. Joder, ¿es que no se va a levantar ni la más mínima brisa? Sigue haciendo un calor espantoso. Todavía son varios los curiosos que pululan como yo por el muelle, cerca de la Victoria, a la espera de que los marineros finalmente bajen de su nave. Sólo cuando los primeros rayos de sol comienzan a hacer que el cielo claree, alcanzamos a ver cómo los hombres descienden por la pasarela. Nada de vítores ya. Ninguna fiesta ni celebración. Aquellos hombres caminan lentamente, en silencio, portando cada uno de ellos un cirio encendido. Se cubren con los harapos que han vestido en su último tramo del viaje, y van descalzos. Sus camisas, sucias y rotas, dejan ver las marcadas costillas de sus pechos huesudos. Como si de una procesión de espectros se tratase, pasan entre la gente y se dirigen a la Catedral. Allí, en las capillas, se reencontrarán con la Virgen a la que hace tres años solicitaron su protección. Le agradecerán que, al menos a ellos, se la haya brindado.
Ruta realizada por la expedición |
La fundación Nao Victoria recorre los puertos de todo el mundo con la réplica de la nave que da nombre a su proyecto, permitiendo conocer en persona todos los secretos que rodeaban al único barco que completó la primera vuelta al mundo.
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