Hoy
sí que sí. Estoy en un lugar maravilloso.
Ahora mismo estoy paseando por las frescas estancias de la bodega de
una cervecería familiar de la ciudad de Ingolstadt, en el ducado de
Baviera, vasallo del Sacro Imperio Romano Germánico. Inspiro
profundamente y admiro los enormes barriles de madera de roble que
reposan en el silencio de este lugar, en contraste con el jaleo que
se vive en la parte de arriba. Hoy es 23 de abril del año 1516. Doy
un par de palmadas a uno de los barriles tumbados, sonriendo,
pensando en cómo este recipiente en el que ahora fermenta esta
deliciosa bebida es al parecer resultado de una evolución que
comenzó por aquí, con las tribus germánicas, cuando allá por el
año 100 fabricaban tablones curvos de madera que posteriormente
rodeaban con aros metálicos dando forma a estos toneles, según nos
narra Plinio el Viejo en su obra Historia Natural. La cerveza, este
sabroso elixir, hoy y aquí será protagonista, y para celebrarlo, me
voy para arriba a beberme una buena jarra.
Ley de pureza de la cerveza. 1516 |
El
amable tabernero, un tipo calvo muy grande, sostiene en sus manos dos
jarras vacías de distinto tamaño, dándome a elegir la medida,
mientras me mira con una divertida sonrisa que alcanza a verse entre
su frondosa barba pelirroja. En la diestra sujeta la más pequeña,
la Köpf Bier,
mientras que con la zurda ase una Maß,
que hace aproximadamente un litro. Sin pensármelo, le señalo la más
grande y él me responde con una carcajada. A los pocos segundos me
planta sobre la mesa con fuerza mi jarra llena de espumosa cerveza, y
yo igualmente con un animado golpe le planto al lado un penique de
Múnich mientras le agradezco el servicio con una inclinación de mi
cabeza. El tabernero me dedica una leve reverencia y sin perder su
sonrisa se aleja entre las mesas saludando a voces a sus
parroquianos. Elevo mi jarro ante mis ojos admirando el color dorado
de la cerveza más pura que jamás podré probar, y tras relamerme,
pego un par de buenos tragos que hacen que el nivel baje un par de
centímetros, dibujando la marca con la rica espuma. Maravilloso.
Expiro saboreando tal exquisitez deseando que la ley que hoy mismo se
decreta no haga sino favorecer la mejora de esta bebida.
Guillermo
IV es duque de Baviera desde hace ocho años, y en este momento
estará plasmando su sello en un papel en el que se ha redactado la
ley de pureza de la cerveza, la conocida como Reinheitsgebot en
alemán. ¿Y qué coño dice esta ley? Pues entre otras cosas,
establece la que se puede considerar la primera regulación de un
alimento, pues exige que la cerveza se elabore exclusivamente
utilizando tres ingredientes: agua, malta de cebada y lúpulo. Pero
lejos de ser este un benevolente acto por parte del duque, lo cierto
es que el cabrón obliga a utilizar estos ingredientes y no otros
como el trigo debido a que casualmente él posee el monopolio de la
producción de cebada. Nos ha jodido, no es tonto el Guille. Esto
beneficia en muchos aspectos, puesto que a partir de ahora se
dispondrá de una ley proteccionista de la cerveza. Además, hay que
reconocer que el pan, alimento básico para la población, había
visto reducida su calidad al destinarse el mejor trigo a la
producción de la cerveza, por lo que los panaderos agradecerán que
a los maestros cerveceros se les restrinja ahora su uso. Pero la ley
perjudica en otros puntos. Por ejemplo, el hecho de que se
especifiquen los ingredientes impedirá que los maestros puedan
experimentar nuevos sabores. Y si por algo disfrutamos ahora de tan
sabroso gusto es gracias a la evolución que ha vivido la elaboración
de la cerveza a lo largo de los siglos. Una evolución que durante
muchísimos años debemos a los verdaderos productores de cerveza:
los monjes.
Desde
antes del año 1000, los monasterios europeos eran las auténticas
cervecerías en las que nacía este manjar. En un primer momento, la
cerveza era aromatizada y balanceada con una mezcla de más de diez
hierbas silvestres desecadas y molidas, a las que se añadía resina
de pino. A esto se le denominaba grutum
en latín. Tal era su importancia que se llegaron a regular las
plantaciones de esos hierbajos por medio de impuestos, cómo no. Pero
a partir del siglo XI comenzó a utilizarse el lúpulo como
componente equilibrador del amargor de la malta. Su descubrimiento se
lo debemos a Santa Hildegarda, quien aparte de dedicarse a visionar
terribles acontecimientos apocalípticos, recomendó el uso del
lúpulo en la fabricación de la cerveza cuando experimentó con él
siendo abadesa de su monasterio benedictino de Rupertsberg, en
Bingen.
Pero
desde finales del siglo pasado, la cerveza dejó de ser un producto
exclusivamente elaborado por los monjes, y comenzaron a surgir
cervecerías comerciales como esta en la que hoy me encuentro. En
estos sitios, se produce tanto la elaboración de la cerveza como la
venta y el servicio al público. Comenzaron siendo sencillamente
hogares particulares en los que se fermentaba esta bebida y a los que
acudían los amantes de la misma a echar unos tragos. Del término
public house
con el que se conocía y conoce a estos lugares es de donde viene la
palabra pub.
-¡Gastwirt!
-grito al tabernero, mientras elevo mi jarra ya vacía, gesto que a
él le sobra para interpretar que quiero otra.
Preparo otro penique de Múnich. La ley esta de Guillermo IV también se mete con los precios. Aprovecharé hoy, porque según la ley a partir del día de San Jorge la cerveza puede ser vendida más cara, hasta el día de San Miguel. Así que me froto mi barriga y me doy unas palmadas en ella. La noche será larga.
Preparo otro penique de Múnich. La ley esta de Guillermo IV también se mete con los precios. Aprovecharé hoy, porque según la ley a partir del día de San Jorge la cerveza puede ser vendida más cara, hasta el día de San Miguel. Así que me froto mi barriga y me doy unas palmadas en ella. La noche será larga.
Guillermo IV de Baviera. Hans Wertinger. Siglo XVI |
Para poder leer esta ley de la pureza de la cerveza de manera completa y traducida al español, podéis visitar la página de Cerveceo.
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