Bajo
los últimos rayos del Sol, me seco el sudor con el dorso de la mano,
agradeciendo que la noche nos empiece a abrazar, y no haga tanto
calor. Por vez primera en mucho tiempo, la expedición se ha
detenido. Sólo la muerte ha conseguido detener la sed de conquista
de Hernando de Soto. Hace unos tres años, ocho barcos españoles
llegaban a la costa de Baya Honda, dispuestos a recorrer la Florida,
arrasando todo a su paso con el objetivo de descubrir, qué se yo,
algo. Algo bueno, algo debe de haber, ¿no? Cinco grandes barcos,
tres carabelas y un puñado de bergantines, todos ellos cargados con
casi setecientos hombres, más de doscientos caballos, unos cuantos
cientos de cerdos, y un montón de perros, entre otras cosas. Resoplo
y me quito mi brillante morrión, un morrión sin plumas de adorno,
no quiero llamar la atención, para utilizarlo a duras penas de
abanico, mientras me apoyo en mi lanza, más alta que yo. Me he
dejado crecer una larga barba para la ocasión, y ahora me
arrepiento. Al menos no llevo años con la misma ropa, como mis
acompañantes, y es que no hay tiempo ni ganas para pensar en la
higiene, y es lo habitual que un soldado no se cambie de ropa durante
toda la expedición. Estoy agotado y sólo quiero quitarme esta
maldita armadura compuesta por una cota de malla recubierta de
placas. Llevo un calzón bombacho de terciopelo rojo que me queda
cojonudo, y unas calzas de seda. Del calzado no me quejo, estas
polainas de cuero hasta la rodilla son bastante apropiadas para
caminar por estos sitios, que tan pronto parecen un desierto, como
una selva. Al menos la cercanía del río Misisipi, descubierto el
año pasado por el bueno de Hernando, aporta algo de frescura. Y con
eso tendrá que conformarse el hombre, porque lo dejó todo para
venirse a la Florida a conquistar algún tesoro del rollo del que le
pilló a Atahualpa su colega Francisco Pizarro y compañía, hace
casi diez años, donde él estuvo, y la verdad es que no ha
encontrado ni una puta mierda.
Río Misisipi. Estados Unidos |
Me acerco a Hernández de Biedma, que
debe de ser ese tío calvo y de larga barba canosa que en vez de
portar una lanza, una espada, o por lo menos alguna rodela para
defenderse de algún indio loco que nos asalte, como tantas veces ha
ocurrido, se dedica a escribir. Se trata de un cronista que acompaña
a Soto en su expedición.
-¿Qué
tal andas? -pregunto mientras me siento a su lado, bajo una encina.
-No,
no. Andar ya nada. Por fin nos hemos parado, macho, vaya ritmo.
Le
pregunto acerca de Hernando de Soto, y me cuenta un poco su vida.
Casado con una noble de Castilla, Inés de Bobadilla, y rico como él
solo tras el reparto de los tesoros de las expediciones en las que
había participado, de repente sospecha de una riqueza en la Florida
similar a las halladas en Méjico o Perú, y a allá que se va, o
mejor dicho, a aquí que se viene. Primero se fue a Valladolid a
solicitar permiso al rey de España, Carlos V, que debió de
responderle algo así como que fuera donde le diera la gana, pero que
pagaba él. Y por la gloria del imperio, Soto aceptó. Muchos, de
hecho, le siguieron sólo por honor. Obsesionado con descubrir una
nueva Cuzco, lleva dando vueltas por el norte de América tres años,
lo que le ha costado entre otras cosas, varios amagos de motín por
parte de sus hartos hombres. Se dice que Hernando de Soto está loco
por apuntarse una conquista importante, para así poder obtener un
reconocimiento como el que consiguieron Pizarro o Hernán Cortés, y
por lo que él se siente desprestigiado. Y, en fin, Francisco de
Orellana andará en el Amazonas por estas fechas descubriendo el río
Amazonas, pero Soto, el Misisipi tampoco está nada mal, no pasa
nada.
Hernando
de Soto se encuentra sumido casi en el delirio, debido a unas fuertes
fiebres que si no han terminado ya con él, lo harán esta misma
noche. Sabedor de ello, lleva despidiéndose de sus hombres cinco
días, no le ha pillado por sorpresa. Durante la batalla de Mavila,
Soto recibió un flechazo en el culo y siguió peleando durante horas
con la flecha clavada en el pandero. No se sabe si es esta u otra
razón, la causante de estas fiebres. Me acerco al lugar en el que el
conquistador se encuentra, rodeado por sus más fieles hombres, entre
ellos el que será su sucesor, Luis de Moscoso, y compruebo que el
aventurero español ya no respira. Alumbrando con antorchas, unos
centinelas señalan un hoyo grande en la tierra, escavado por los
indios que por aquí algún día estuvieron asentados, para
probablemente construir una cabaña. Al parecer será la tumba del
hasta hoy, líder de la expedición. Sabiendo que es un angosto
lugar, y que estamos acosados por los grupos de indígenas hostiles
que hay por la zona, no podemos detenernos en funerales o protocolos,
por lo que los hombres con gran pena envuelven en mantas el cuerpo
del conquistador, y lo arrojan al hoyo, cubriéndolo con arena
después. A continuación, varios jinetes cabalgan con sus caballos
por encima para eliminar cualquier indicio que apunte a que allí hay
un cuerpo sepultado. Me acerco a uno de los soldados para preguntarle
por la razón de tanto cuidado, y me explica que temen que los indios
profanen la tumba. Me empieza a hablar de desmembramientos y demás,
y le pido que pare, aún no hemos cenado pero no quiero echar la
comida. No soy el único que piensa en la cena, pues en el campamento
muchos ya se disponen para prepararla. Pero yo prefiero unirme a los
hombres de Soto, pues veo que siguen preocupados por la seguridad de
la sepultura de Hernando. Les sigo de vuelta al claro en el que lo
enterraron, y escucho la discusión que mantienen, acerca de la
posibilidad de optar por un plan mejor.
La
campaña imparable de Hernando de Soto hacia su objetivo de
conquistar grandes ciudades y riquezas, había arrasado con cualquier
intento de frustración de su idea, en forma de aniquilación de
pueblos hostiles o agotadoras caminatas. Se dice que el conquistador
es visto por los indios como un dios. Soto era un gran estratega y
ello se le había reconocido. Sus hombres continúan forjando un
nuevo plan, y finalmente optan por algo inesperado. Desentierran el
cuerpo y meten entre las mantas que lo cubrían un montón de arena,
supongo que quizá para ganar tiempo o engañar a miradas
sospechosas, haciendo creer que él sigue allí, enfermo. En cuanto
al verdadero cuerpo, deciden entregárselo al río. Su idea de
lanzarlo a las aguas desde una canoa, atado a alguna roca, no puede
llevarse a cabo. ¡No hay ni una piedra más o menos grande en todo
este secarral! Así que optan por cortar una gruesa encina, y
ahuecarla, improvisando un ataúd que después cierran con tablas.
Finalmente, Hernando de Soto desaparece en las aguas del río que él
mismo descubrió.
Regreso
al campamento e intento cenar algo y descansar. No tardaré en irme,
porque a esta gente aún le queda un año de camino de vuelta a
Méjico. Allí llegarán los que sobrevivan, bajo el mando de Luis de
Moscoso, en un lamentable estado tras cuatro años de expedición.
Una expedición que comenzó el 25 de mayo de 1539, y que verá su
fin el 10 de septiembre de 1543. Hoy es 21 de mayo de 1542, yo paso
de seguir, por muy bien que me queden los calzones bombachos.
Hernando de Soto |
En la página de la historia de Florida, se palpa la importancia del conquistador Hernando de Soto.
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